sábado, marzo 21, 2015

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Prólogo: antes de empezar a narrar la anécdota que he vivido hoy, quiero dejar claro que no trato con ello de dar ninguna lección ni verter moralina alguna; tampoco busco ponerme laureles que, por supuesto, no merezco. Simplemente, narrar unas sensaciones que he tenido y, de algún modo, expresar lo que se me pasaba por la cabeza en esos momentos.

En mi compra semanal de los sábados en "Ahorra Más" he tenido uno de esos momentos en los que te sientes bien contigo mismo al hacer lo que debes. Fue al paso por caja. Justo había terminado de depositar mi compra sobre la cinta deslizante y de saludar a la cajera cuando me percaté de su presencia: ropa embarrada, piel de paquidermo, mirada al suelo y, entre sus manos, como si portase el Santo Grial, un paquete de lonchas de jamón york y una barra de pan; unos sesenta años, aunque la vida callejera le echaba muchos más de los que aparentaba. Al intentar ceder mi sitio y avisar a la cajera de que atendiera antes al hombre (más que nada porque mi compra iba a ser más larga que la suya), esta ya había pasado un par de artículos por el escáner, y con voz indolente me replicó que ya no se podía. Seguro que se hubiera podido, pero tanto el hombre como yo nos resignamos. Pedí las bolsas para meter mi compra y me di toda la prisa que pude, más que nada para no entorpecer al hombre; aunque, honestamente, sentía algo de vergüenza por gastarme tanto dinero delante de aquel hombre que aferraba con pulso firme la barra de pan y las lonchas de jamón. Debí transmitir mi vergüenza a la cajera porque, cosa inusual en estos tiempos, me ayudó a empacar la compra. Me sentía un poco imbécil por mi actitud. "¡Joder, no he hecho nada malo! Hago mi compra para mi hijo, para Lori y para mí: sin lujos", pensé en el breve tiempo que se hacía efectivo el pago con tarjeta. Ya no sabía cómo sentirme, cuando, objetivamente hablando, no había hecho nada: ni bueno ni malo. Si acaso, el intento de ceder mi sitio.

Terminó mi turno y, mientras colocaba las bolsas en el carrito, la cajera atendió al hombre. "Un euro con setenta y nueve céntimos, caballero", le dijo. El hombre hurgó en sus bolsillos y sacó un puñado de monedas. Yo seguía colocando mi compra. Sus dedos estaban despellejados, con las uñas rotas, arcillosos. Contó hasta cuatro veces las monedas; algo no cuadraba en sus cuentas. La cajera mascaba chicle. A unos metros, un puesto de "Banco de alimentos", observaba la escena. También se aproximó el vigilante de seguridad. El hombre tenía un euro con setenta céntimos. Yo también conté sus monedas; creo que era el único que deseaba que aquella persona cuadrase sus cuentas. Al final, cuando el hombre se resignaba a devolver la barra de pan, eché mano a mi bolsillo sin pensarlo. Salió una moneda de veinte céntimos. Una moneda que alguna vez te dejas olvidada en el bolsillo de los vaqueros y la lavas sin querer; una moneda con la que compras dos chicles. Una moneda, al fin al cabo, que el hombre aceptó sin remilgos, por necesidad. Se cruzaron nuestras miradas. No necesitó sonreír. Su mirada, y su mano tocando mi hombro al irse, fueron los mejores gestos de agradecimiento que pudiera haber podido esperar. Le dieron la vuelta y el hombre insistió en que recibiese los diez céntimos. Con un gesto le hice ver que no, que esa moneda era suya. Desistió y se guardo la moneda.

La cajera preguntó al siguiente comprador si necesitaba bolsas; el vigilante de seguridad, altivo, siguió con la mirada al hombre hasta las puertas automáticas de salida; los del "Banco de alimentos" acosaron a una pareja de ancianos que justo se cruzaban con el hombre en las puertas (interesaba más recibir comida que darla, por lo visto. De todos modos, las tácticas oscuras del "Banco de alimentos" que he vivido en algunos casos dan para otro post aparte). En mi caso, empujé el carrito hacia el coche. De camino a casa, pensando en la escena, decidí sentirme bien. Pensé que cualquier persona me diría que veinte céntimos es una puta mierda y que por qué no solté al menos diez euros, que cómo podía sentirme bien por tan ridículo gesto. Yo sabía que aquel hombre no necesitaba en aquel justo momento más dinero que una moneda de diez céntimos (¡Si incluso me quiso dar la vuelta!), y yo pude ayudarle. Además, no lo ayudé por compromiso ni por lástima; lo ayudé porque cuando recontaba monedas para pagar yo también las estaba recontando. Empaticé, por decirlo de alguna manera, con él. 

Decidí sonreír y no pensar más en los juicios morales que esta sociedad de consumo y apariencias nos impone.
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