viernes, enero 30, 2015

No Comment
En España somos unos tristes; unos depresivos. Estiércol anímico, resumiéndolo. Y no lo digo por despecho ni por tener una mala noche, si no fundamentado en un silogismo estructurado a raíz de una frase, de esas que lees inconscientemente en un artículo de prensa y que, como un aldabonazo, te sacude en un momento cotidiano de tu vida. La frase era una cita de Salomón, un personaje histórico del que aconsejo leer algo acerca de su vida: "El corazón alegre hace tanto bien como el mejor medicamento". Rápidamente llegué a esta conclusión:

1. Salomón dice que hay que tener buen rollito, porque sustituye a los medicamentos.
2. Las farmacias se han convertido, en muchos casos, en el "hogar del jubilado". Y no hablemos de los ambulatorios.
3. Si necesitamos medicamentos es que no tenemos buen rollito. Por tanto, somos unos tristes.

Sí, de acuerdo: el paro, la corrupción, Gran Hermano Vip no son precisamente agentes apaciguadores. Pero esta noche quiero centrarme en el ansia del medicamento. Digo eso porque, excluyendo a los que realmente necesitan ese apoyo para seguir adelante con sus vidas, el pueblo se ha vuelto adicto a los fármacos. ¿Quién no tiene en su casa una caja de antibióticos, la mayoría de las veces ya caducada? ¿Quién no va a la farmacia a por una receta médica y se lleva de paso una caja de aspirinas y otra de Frenadol? Abusamos y confiamos en exceso de los medicamentos; creemos que una aspirina nos arregla el cuerpo y que el Almax nos permitirá ponernos ciegos a comer sin mayores complicaciones. No sé, es un mundo oscuro, tanto como el de la heroína. Gente que visita regularmente a su médico para ver si pueden quitarse un dolor de cabeza a golpe de píldoras y jarabes. Y lo más preocupante es que sean los jubilados (esa raza poderosa, de la que más de una vez hablaré por este blog), los supuestos paladines de un recetario tradicional contra los malestares y achaques de la vida, los mayores consumidores de medicamentos. Insisto, en muchos casos harán falta, y no todos abusan de la Seguridad Social (que, por cierto, pagamos todos); pero cuando uno vive escenas como la que viví yo, te hacen reflexionar acerca de la adición a la química, a lo artificial que sufrimos en el siglo veintiuno; también, si Salomón ya sufrió algo parecido con sus jubilados cuando tenía que reinar. Esta noche, de vuelta a casa, me vino a la memoria la cita de Salomón, sustentada por mi experiencia de la tarde.

Resulta que tenía que pasar por la farmacia para comprar leche en polvo para mi hijo. Serían aproximadamente las ocho y media: era una tarde ventosa, fría y el sol ya se había puesto un par de horas antes. Yo mismo me estaba planteando hacerle al niño un biberón con leche normal y corriente, porque la tarde estaba siendo desagradable. Cuando entré a la farmacia una pareja de jubilados, de unos setenta años cada uno, soltaban recetas médicas sobre el mostrador como si aquello fuera una partida de cartas. Del bolso de la señora brotaron recetas de color azul. "Aguarda un momento, hijo, que aquí tengo alguna más". El farmacéutico, con su mejor cara de póquer, esperaba paciente el lote completo de recetas. A su lado, el hombre permanecía en una postura cómoda, muy relajado; como el que se acoda en la barra de un bar conocido para mantener charla con el camarero. Del bolso de la mujer no dejaban de salir los dichosos papeles. Al final, tras unos segundos en los que me planteé largarme de allí, el farmacéutico barajaba las recetas; con infinita paciencia, las alineó y se fue a la trastienda. La pareja, despojada de sus papeles azules, rompió el silencio.

A ver si esto me hace algo, porque ya van dos veces que me la cambian.
Sí, mujer. Lo que pasa es lo que te ha dicho el médico, que te lo tienes que tomar con calma.
No sé. Me veo la semana que viene de vuelta.

Siguieron hablando de otro tema. El hombre se acomodó un poco más. Me sentí tentado de ofrecerle un cojín. Desde la trastienda se escuchaba un constante abrir y cerrar de compuertas, el apilamiento de cajas de cartón. Miré el reloj: ya habían pasado unos cincos minutos. La señora se puso a repiquetear el mostrador con la mirada perdida en el techo, y yo, abrazado a mi lata de leche en polvo, empecé a sentirme un mueble más de la tienda. Era inútil intentar colarse, porque la pareja de jubilados tan siquiera hicieron el amago de girarse para observarme: no existía para ellos, y cualquier amago de robarles unos segundos la atención del dependiente hubiera sido reprimido. Regresó el farmacéutico; o mejor dicho: una pila de cajas de medicamentos de casi medio metro de alto suplantó el rostro del farmacéutico. Cuando depositó las cajas sobre el mostrador creí escucharle un suspiro de alivio. "No sabía que fuesen tantas, Enrique", le dijo la señora a su marido. Era para haberle replicado en ese momento algo parecido a "y yo no sabía que en una farmacia hubiera tantos medicamentos en stock". Mientras el dependiente rasgaba los códigos de barras de las cajas con un cúter y los pegaba sobre cada una de las recetas, el tal Enrique se hizo el simpático:

Oye, muchacho, tu compañero no está hoy, ¿no?
Hoy libra, señor.
Vaya, una pena. Es que el otro día le dejé encargado un pastillero para no tener que ir con todo en el abrigo y, sin dar oportunidad a réplica, añadió.¿No podrías echar tú un vistazo a ver si te lo ha dejado por ahí?

Apreté contra mi pecho la lata; mi paciencia se desmoronaba poco a poco, se mezclaba con la leche en polvo. No obstante, el farmacéutico, muy diligente, rebuscó por toda la tienda el dichoso pastillero. Fue una búsqueda a conciencia, y que llevó otro buen puñado de minutos. Mientras tanto, Enrique silbaba una coplita y su mujer leía los componentes químicos de una de las cajas con fingido interés. 

-No te preocupes. Si no, me paso mañana, que tengo que venir a por un par de recetas más que me he dejado olvidadas en casa.

Creo que hasta su mujer se sintió aliviada por haber cancelado la estúpida búsqueda del pastillero. El farmacéutico retomó su corta y pega; conté diecisiete recetas en total y me dije para mí mismo que aquello les saldría por unos diez o quince euros.

Son un euro con veintiseis céntimos.
Ponme también, que ya se me olvidaba, un par de Gelocatil. Por cierto -se dirigió a su mujer-, ¿qué era lo que te había pedido la niña?
No sé si era un Almax o un protector de esos de estómago.
¿Omperazol? preguntó mecánicamente el farmacéutico.
No sé. Sí, puede ser. Pero no sé el qué.
Bueno, pues si eso nos llevamos las dos cosas, que si no quiere alguna cosa nos la quedamos nosotros.
—¡Ah! Enrique. Pide también unas aspirinas.
Y unas aspirinas, que hoy tengo a la mujer caprichosa se dirigió al farmacéutico con una sonrisa cómplice.

El total no superó los diez euros. Casi con total seguridad haría falta un camión para transportar tanta medicina. Los jubilados pagaron el precio justo (otro minuto la señora venga a sacar monedas de uno y dos céntimos del monedero hasta cuadrar la cifra) y se despidieron amenazando con volver muy pronto. Después de irse, pagué y me largué de allí en menos de un minuto. Hasta salí del local antes que la pareja de jubilados. 

0 comentarios:

Publicar un comentario

 
+ INFO