sábado, febrero 28, 2015

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(Ideas escritas en una servilleta de papel mientras hacía tiempo para que se abriesen las puertas del Auditorio Nacional, sentado en un banco y contemplando, a mi derecha, la calle Príncipe de Vergara de Madrid)

Si algo tienen las tardes frías de febrero en Madrid es que me hacen recordar aquellos viernes por la tarde, al salir del colegio, con trece, catorce, quince años. Es un ligazón que activa sonidos de patio de recreo; carreras, risas de niños, el coro de gritos y consignas de un entrenamiento de fútbol. Observo el cielo y me planto en otro escenario, con la cabeza llena de pajaritos, la mochila cargada de deberes y el pensamiento de qué será de mí cuando tuviera el doble de años. Es una composición mágica: el rumor del tráfico cansado por la semana y que regresa a sus hogares, los rayos de sol acaramelando los edificios de cristal, el vaho como algodón de azúcar, los primeros y tímidos cantos de los pájaros antes de la primavera.

Madrid tiene un olor muy distinguible en esos días. El tránsito de nubes borrascosas arrastra aroma de mar; para los que hemos vivido en la costa, ese olor es inconfundible. Alguna vez lo he señalado en público y me han llamado melancólico. Y mientras se compadecen de mí, lleno los pulmones que ofrece febrero. Sí, hay más olores, pero para mí no arrastran recuerdos.

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